lunes, 5 de febrero de 1996

La guerrera del arco iris


Conozco a una niña, o jovencita, de doce años, muy sensibilizada con la cosa ecológica. Aire libre, deporte, piel morena, piernas largas: muy prometedora en todos los sentidos. Lee mucho, ve buenas películas en el cine y en la tele, y poco a poco ha adquirido la convicción de que el planeta ya no sólo nunca volverá a ser azul sino que se está yendo a tomar por saco a toda prisa y de muy mala manera. Eso la pone en pie de guerra, y dice que los mayores estamos haciendo con la naturaleza lo que esos tutores malvados de las novelas de Dickens: gastarse la herencia del huerfanito. Así que mi joven amiga, relampagueando en sus hermosos ojos oscuros la cólera de Dios, pone el grito en el cielo cada vez que asiste a nuestros desmanes de adultos.

Es inteligente, dulce y pacífica. Tímida, a veces. Pero la he visto saltar con la decisión de un kamikaze, indignada y valerosa, cuando alguien maltrata a un animal delante de ella. No hay chucho callejero, gato sarnoso, urraca ladrona, molesta lagartija o bestezuela indeterminada para la que no tenga una caricia, una palabra de ternura, un pensamiento. Ya con sólo cuatro años, ante un enorme mastín al que nadie se atrevía a acercarse, fue hasta él con absoluta naturalidad y le metió el brazo en la boca, hasta el codo, dándole besos, y el pobre animal tuvo que quedarse allí mirándola, avergonzado, sin saber qué hacer, con cara de panoli, con su reputación de perro adusto y feroz completamente por los suelos. Y la única vez en su vida que la han visto permanecer inmóvil ante la pantalla de un televisor durante una corrida de toros fue el año pasado, en los últimos tres minutos de la inmensa faena de Enrique Ponce en la plaza de Quito, porque su abuelo le dijo que acababan de indultar al toro.

En cuanto a los abrigos de pieles y ese tipo de cosas, su desprecio por las usuarias raya en lo homicida. Daría su propia vida por un bebé foca. Y sobre las ballenas, para qué les voy a contar. Lee mucho, desde Stevenson a London, pasando por Salgan, Dumas, Marryat o Ballantyne, pero sus padres nunca imaginaron que fuera capaz de calzarse la versión completa de Moby Dick, como hizo a finales del año pasado, y además manifestándose todo el tiempo contra el capitán Achab y los tripulantes del Pequod -ante cuyo naufragio y óbito colectivo no pestañeó- y en favor del blanco y resabiado cetáceo. Que no asesina, matizó, sino que se defiende.

Podría contarles más cosas, pero no me caben. Resumiremos diciendo que cada planta, árbol o maceta que se seca, es para ella una batalla perdida; que la contaminación de las playas la pone furiosa; que se recicla sus sobres y papel de cartas con un raro artilugio de la señorita Pepis y luego lo pone a secar por toda la casa; que se niega a usar ropa de etiquetas famosas y pide que sean marca La Pava; y que los chicos de su colé -Séptimo de EGB- se enamoran de ella como becerros porque es al mismo tiempo dura y tierna, y lo tiene todo muy claro. Es mucha persona.

Pero lucha sola, precoz y a su manera, en un mundo donde la solidaridad resulta escasa, y necesaria. Así que un día, hace poco, sus padres le sugirieron que se pusiera en contacto con una organización ecologista, como por ejemplo su admirada Greenpeace, a fin de que aprendiese más cosas, que ensanchara el horizonte en contacto con otra gente que sigue el mismo camino y tiene más experiencia. Acogió con entusiasmo la propuesta, y escribió una larga, hermosa y lúcida carta llena de ilusión, ofreciéndose para cualquier cosa, pidiendo consejo, información sobre aquello en lo que podía ser útil. Durante un mes acechó cada día el correo. Y por fin llegó la respuesta: un sobre con impresos para la domiciliación bancaria de una cuota anual entre 5.000 y 10.000 pesetas, y otro impreso pidiéndole que buscara más socios entre sus amigos. Nada más. Ni siquiera una explicación, una carta personal, o una palabra de aliento.

Las reflexiones morales y económicas del asunto, sobre cómo un genuino movimiento de resistencia ecologista puede degenerar en frío mecanismo burocrático a la búsqueda de pasta, incapaz de calibrar los sentimientos y la ilusión de una admiradora de doce años, las dejo para cada cual. Me cuentan que el padre de la jovencita ha escrito una breve carta a Greenpeace, sugiriéndoles lo que pueden hacer con el boletín de suscripción, una vez lo hayan enrollado bien hasta convertirlo en un canuto de dimensiones apropiadas. En cuanto a la pequeña guerrera del arco iris, según mis noticias, sigue luchando sola. No se rinde, pero acaba de aprender una lección: más vale solo que mal acompañado.

4 de febrero de 1996

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