domingo, 27 de junio de 2010

El eco de antiguas vidas

Estoy familiarizado con paisajes de orillas azules, cielos luminosos y cementerios blancos. Allí intuí pronto -o tal vez aprendí a aprender- que la muerte es episodio natural y consecuencia de todas las cosas. Quizá por eso tengo afición a las lápidas donde figuran inscripciones serenas, cuya contemplación ayuda a ordenar pensamientos y vidas. Me gusta leerlas e imaginar las existencias que allí se resumen, y calcular qué de ello puede serme útil o saludable. También, a veces, durante esos ratos tranquilos en que la biblioteca está en silencio absoluto y no tengo ganas de leer algo continuado y denso, hojeo las páginas de algún libro relacionado con el asunto, o que me lo parece. Mis queridos Montaigne y Cervantes, por ejemplo, abundan en esa clase de sentencias que a veces podríamos tomar por funerarias, o casi; y sospecho que los autores de los Ensayos y el Quijote lo que hicieron, en realidad, fue escribir astutos y caudalosos libros-epitafios para ayudarse ellos mismos a bien morir. 

Tengo otros libros a los que acudo con esa intención. Mis favoritos son Epigramas funerarios griegos y los dos volúmenes de Poesía epigráfica latina, de la colección de clásicos Gredos, que reúnen buen número procedente de estelas funerarias o de fragmentos literarios antiguos. Me seducen especialmente sus antiquísimas fórmulas canónicas: invocación al caminante -«Llora mi amargo destino, caminante»-, elogio del difunto -«Nadie llegó a desceñir su virginal cinturón»- y consolatio final -«Amado por muchos, lo habría sido por más»-. Algunas de las inscripciones, sobre todo las dedicadas a niños y jóvenes muertos en su edad primera, me conmueven especialmente. «Con lamentos, mi madre colocó esta lápida junto al camino», dice una de ellas. Y otra: «En este lugar yazco, dejando huérfana la vejez de mi padre». Tengo varias favoritas. Por ejemplo: «Te admiraban mortales y dioses, pero una envidiosa divinidad se apoderó de ti», y «Sin apenas gustar de la juventud, me he hundido en el Hades». Aunque ninguna tan hermosa y triste como la de una recién nacida: «La mayor parte de mi vida la pasé en el vientre de mi madre». 

Algunas de esas antiguas inscripciones resumen admirablemente toda una vida, una profesión o un carácter. «La Moira raptó a Cleómbroto, excelente en jurisprudencia», afirma una. Y otra: «Comadrona, salvé a muchas mujeres, pero no pude escapar a la Moira». Tampoco está nada mal: «Que mis herederos rocíen con vino mis cenizas». Aunque de ésas, mi más admirada es la magnífica «Vi las ciudades de muchos hombres y conocí su forma de pensar». Las inscripciones referidas a muertos en combate se encuentran también entre mis predilectas. La más famosa, por supuesto, es aquel «Caminante, si vas a Esparta...» de las Termópilas. Hay otra que me gusta mucho: «Entre roncos gemidos, sus compañeros levantaron este túmulo». También la de un soldado llamado Aristarco, que «Murió mientras sostenía el escudo en defensa de su patria», y la conmovedora «Cayó entre los que combatían en primera fila, e intenso dolor dejó a su padre». Pero la que siempre me pone al filo de la emoción es el sencillo elogio fúnebre de un hoplita muerto en la llanura de Curo, el año 281 antes de Cristo: «Yo no retrocedí ante el ataque de los enemigos. Era soldado de infantería»

Otra inscripción que me parece magnífica, por lo que tiene de épica y evocadora, está en el museo arqueológico de Córdoba. Se trata de la estela funeraria de un gladiador del siglo I muerto en su séptimo combate, y su escueto elogio -tres palabras en mitad del texto: venció seis veces, incluidas con orgullo por la esposa que costea su lápida- me hace evocar con facilidad el anfiteatro cordobés, el grito de la muchedumbre en los graderíos, el ruido de las armas y la sangre corriendo sobre la arena: «Actio, gladiador. Venció seis veces. Tenía veintiún años. Aquí está enterrado. Que la tierra te sea ligera»

Pero no es sólo en las piedras, o en los libros. Hace muchos años, en el cementerio helado de Bucarest, me asombró comprobar hasta qué punto ese eco funerario clásico, tan literario, puede llegar de forma natural hasta nuestros días. El día de Navidad, bajo la nieve, una pobre madre lloraba y rezaba ante la tumba aún abierta de su hijo, asesinado por la Securitate del dictador Ceaucescu. Y cuando la intérprete me tradujo sus palabras, me quedé estupefacto. Aquella mujer campesina, analfabeta, estaba recitando de memoria -una memoria antiquísima, sin duda, transmitida oralmente- un epigrama funerario triste y bello, quizás aprendido por algún antepasado suyo en una piedra contemplada, siglos atrás, a un lado del camino: «Es oscura la casa donde ahora vives»

27 de junio de 2010 

domingo, 20 de junio de 2010

Sobre guillotinas y catedrales

Acabo de enterarme de que entre siete y ocho de cada diez alumnos de los colegios españoles cursan la asignatura optativa de Religión: en Primaria por decisión de sus padres, y en Secundaria por iniciativa propia. Y no saben ustedes cómo me alegro. Pero ojo. Mi gozo no estriba en el aspecto espiritual del asunto. Cualquiera que se haya asomado a esta página pecadora en los últimos diecisiete años, sabe que no es con un cardenal o un obispo con quien yo me iría de copas. Y que, los días que se me va la pinza y me levanto jacobino y cabreado, lamento que una cuchilla afilada y oportuna no aligerase un poco el paisaje de sotanas a finales del siglo XVIII, cuando el ingenioso invento del doctor Guillotín no tenía la mala prensa que tiene ahora. 

Sé de qué hablo. Tengo uso de razón, he viajado y leído libros. Soy, además, natural de una tierra históricamente enferma, con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado. Sé que aquí, en los últimos diecisiete o dieciocho siglos, siempre hubo un confesor diciéndole a una señora lo que podía hacer con su marido, y a un rey lo que debía hacer con sus súbditos. Señalando a quién premiar y a quién dar garrote. Eso no descarta, naturalmente, a infinidad de hombres y mujeres justos: sacerdotes y monjas empeñados en dignísimas obras sociales, misioneros que se dejan la piel. Pero la existencia de esa fiel infantería, tan alejada de palacios arzobispales y despachos vaticanos, no borra el estrago secular, la manipulación de conciencias, la resistencia a la modernidad alentada desde los púlpitos, el sabotaje -sangriento, en ocasiones- de cuantos intentos hubo por airear la oscura sacristía en la que, durante tanto tiempo, estuvimos recluidos. Sigo creyendo que en el concilio de Trento España se equivocó de camino: mientras la Europa moderna apostaba por un Dios práctico, emprendedor, aquí fuimos rehenes de otro Dios reaccionario y siniestro, que nos hizo caminar en dirección opuesta al futuro mientras sus ministros proponían quemar, fusilar, prohibir, desterrar costumbres, libros, ideas y hombres. Mientras saboteaban constituciones, bendecían a generales carlistas o levantaban el brazo junto a caudillos paseados bajo palio. Y ahí siguen. Mezclando a Dios con las cosas de comer. Disputando arrogantes y pertinaces, a estas alturas de España, cualquier conquista del sentido común, la libertad y la vida. 

Sin embargo, todo eso también nos hizo. Para bien y para mal, la Europa que aún responde a ese nombre no puede explicarse sin la historia del Cristianismo y la Iglesia Católica. Para comprendernos, para concluir que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos, es preciso conocer la historia de tanto daño causado; pero también la historia de lo grande y lo luminoso, la base intelectual de una civilización largamente construida sobre Grecia y Roma, la Biblia y los Evangelios, el Islam mediterráneo, San Isidoro, la latinidad medieval, los monjes copistas y los monasterios, las bibliotecas, el Renacimiento, el apasionante camino recorrido y el papel fundamental, sólo discutible por los sectarios y los imbéciles, que la Iglesia tuvo en todo ello. Independientes de las creencias de quien camine bajo sus bóvedas, las catedrales europeas son museos vivos, libros de piedra con la memoria genética de lo que -algunos, todavía- llamamos Occidente. Sobre todo, en esta España que se cuajó a sí misma, imperfecta y violenta, precisamente en una guerra civil de ocho centurias contra el Islam, con una cruz como bandera, y que se arruinó en los siglos XVI y XVII a causa, entre otras muchas, de esa misma cruz. Por eso el símbolo que corona nuestras iglesias y tumbas nos explica y justifica. Sobre todo en tiempos revueltos, confusos como éstos, de estupidez política y orfandad cultural. Conocerlo todo, familiarizarse desde niños con la memoria de esa vieja y rezurcida Europa a la que, pese a la globalización, la barbarie y el olvido, seguimos perteneciendo, y a la que nuevas generaciones llegan en busca de una nueva y mejor vida, es bueno para todos. Permite que un chico se eduque sabiendo quién es, de dónde viene y a dónde llega. Amuebla y explica el mundo a su alrededor. 

Así que llámenla como quieran: Religión, Historia de la Religión, Historia religiosa de España, o de Europa. No sólo me alegro de que la estudien en los colegios, sino que, en mi opinión, debería ser obligatoria en todo plan escolar. Pero no como asignatura relacionada con la moral católica, ni la espiritualidad. El pecado, la salvación del alma y otros territorios adyacentes son cosa de cada familia, o del chico mismo, si tiene edad para elegir. Del interesado en el asunto. Allá cada cual con sus dioses y sus cíclopes. Yo hablo de equipaje lúcido. De cultura. 

20 de junio de 2010 

domingo, 13 de junio de 2010

El cabo Heredia

Cuando viajo a Sevilla sigo alojándome en mi hotel habitual, pese a que, tras la última remodelación, perdió su empaque de toda la vida -siempre fue hotel clásico, de toreros- para verse decorado con un gusto pésimo, butacas rojo pasión y demás, que lo asemeja más a un picadero gay o a un puticlub marbellí. Pero los establecimientos son, en buena parte, lo que el personal que trabaja en ellos. Y mi hotel sigue atendido, afortunadamente, por los empleados más eficaces y profesionales del mundo, desde los recepcionistas al último camarero. Con esa digna escuela, y sus maneras bien llevadas, de la gran hostelería tradicional europea. Algunos, como María José la telefonista y sus compañeras, se han jubilado ya. Pero permanecen los conserjes -Cándido, Escudero y Paco-, los bármanes impecables y los botones. Por eso sigo yendo allí, tan a gusto como a mi propia casa. Estoy en buenas manos. 

Otro aliciente local, Sevilla aparte, es que a veces, cuando tomo un taxi de los que aparcan enfrente, me toca de conductor José María Heredia. Está cerca de la jubilación: tiene 65 años y es de esos personajes que te reconcilian con la gente. Mi amigo Heredia cuenta las cosas muy bien, con ese garbo y esa parsimonia guasona, andaluza de buena ley, que tanto es de agradecer en su punto justo. Lo que más me gusta que me cuente es su mili. Sirvió de cabo en el destructor Lepanto, con el que hizo tres viajes a América, y es un placer oírle contar historias de mar y de puertos: San Diego, Nápoles, Cartagena, Cádiz, Marín. Se refiere a ese tiempo como la mejor época de su vida: el Molinete y las Ramblas, las peripecias, los compañeros: «De todas las regiones, don Arturo: gallegos, catalanes, vascos, andaluces... Con lo bueno y lo malo de la mili, que de todo había, pero conociéndonos entre nosotros. Amigos que hacías para toda la vida, ¿no?... Recuerdos en común y cosas así». 

Al antiguo cabo Heredia se le iluminan los ojos, a través del retrovisor del taxi, cuando me cuenta cosas de aquella Marina a la que amó tanto. Y del Lepanto, al que siempre se refiere con la lealtad entrañable que todo navegante muestra al referirse al barco donde navega, o navegó. «Era uno de los Cinco Latinos, don Arturo. Marinero a más no poder. Tenía que verlo usted machetear la mar a toda máquina»... Le recuerdo que muchas veces, de niño, vi su destructor en el muelle de Cartagena, y que seguramente me crucé con él, vestido de uniforme, por la calle Mayor. «Era un barco estupendo», confirmo. Y lo veo sonreír de orgullo. Tanto es el afecto que el cabo Heredia siente por aquel barco, que se ha hecho construir un modelo a escala, de radiocontrol; y los días que libra va al lago a echarlo al agua y maniobrar con él. «Para recordar los viejos tiempos. Incluso a un contramaestre que me andaba buscando siempre las vueltas, pero nunca me pilló. Yo era muy cumplidor. Muy serio.» 

Y no sólo eso. Su pasión por la Armada española y las marinas en general lo hace ponerse elegante y visitar Cádiz cada vez que amarran allí barcos de la OTAN. A las horas de visita, impecable de chaqueta y corbata, sube solemne por la pasarela. Y como tiene el pelo rubio rojizo, es apuesto y de buena pinta, los centinelas se impresionan mucho: «Tendría que ver a los holandeses, don Arturo. La guardia medio tirada en cubierta, con esos pelos largos que llevan. Y en cuanto aparezco en el portalón y le doy un cabezazo a la bandera, se levantan a toda leche y se me cuadran, los tíos... ¡Creen que soy un almirante de paisano!». 

Otro episodio que me gusta mucho que cuente, mi favorito, es el de la base naval norteamericana de San Diego, cuando le rompió una jarra de cerveza en la cara y luego infló a hostias a un suboficial, negrazo enorme de origen cubano, que había llamado «españoles comemieldas» a los marinos del Lepanto. Devuelto a bordo por la policía militar gringa, el comandante lo llamó a su despacho y le echó un chorreo de muerte, que lo dejó temblando como una hoja. Al terminar, en el mismo tono, le dijo que tenía un permiso de quince días. «¿Por qué, mi comandante?, pregunté. Y él, muy serio, contestó: Por sacudirle al negro.» 

El cabo Heredia es feliz contando todo eso. Y yo sonrío mientras lo hace, pues me gusta servirle de pretexto. Compartir ese orgullo de viejo marinero que idealiza, con el paso del tiempo, aquella Armada y aquel barco donde sirvió de joven. Consciente de ello, él enhebra recuerdo tras recuerdo. Y cuando detiene el taxi, y yo sigo en mi asiento sin ganas de irme, concluye: «El Lepanto era una cosa seria, don Arturo. Un barco de guerra honorable. Pero ya no hay honor». Hace una pausa, suspira melancólico y añade: «Ni vergüenza». 

13 de junio de 2010 

domingo, 6 de junio de 2010

En la ciudad hostil

Qué repelús me dan los talibanes, pardiez. Incluso -éramos pocos y parió la abuela arquitecta- los que trabajan sobre una mesa de diseño y tienen un diploma colgado en la pared. Recuerdo, y supongo que ustedes también, cuando Madrid era una ciudad para caminar por ella, sentarse en sus plazas y tomar el pulso a la calle y la vida. Qué tiempos. En algunos lugares, incluso, había árboles. En vez de eso, los espacios abiertos que hoy se ofrecen a quien se mueve por la capital de España son áridas superficies pavimentadas, suelos extensos de piedra seca y dura, plazas desprovistas de sitios para sentarse, explanadas hostiles sin sombra ni resguardo: simples lugares de paso concebidos para que el transeúnte circule sin detenerse, negándole todo descanso o comodidad. Remodelación del espacio urbano, lo llaman. Adecuación a los nuevos tiempos. Nuevo concepto de ciudad, y tal. Etcétera. 

En los últimos años, Madrid se ha convertido en descarado campo de experimentación de la línea recta y los espacios desnudos. Todo despojo y simplificación tiene aquí su asiento. Y su financiación. Con el pretexto de quitar sitio a los vehículos para dárselo a los ciudadanos, el ayuntamiento local se ha arrojado, sin pudor, en brazos de los arquitectos radicales, fanáticos implacables del minimalismo urbano y el concepto de ciudad como gigantesca vía de paso orillada por locales comerciales, donde la única función del espacio abierto es encauzar masas de compradores de tienda en tienda, con el bar o la cafetería como único descanso. Este afán por convertir al ciudadano en cliente de movimiento continuo, negándole todo reposo gratuito, raya en la infamia. Ausencia absoluta de jardines, llanuras de piedra, inmensos suelos de granito decorado por miles de chicles pegados en él. Gente sentada en el suelo, ni un solo banco, algún asiento individual aislado, vergonzante. Señoras embarazadas, personas de edad, caminantes fatigados, turistas al filo de la deshidratación, vagan por esos páramos enlosados como hebreos por la península del Sinaí, sin hallar un punto donde reposar un momento, reponer fuerzas, dar de mamar al niño o echar un cigarro. Es, al fin, la ciudad dura, seca y fría soñada por quienes no la habitan, impuesta a la fuerza, sin consultar a nadie, entre cuatro fanáticos de la desnudez urbana y sus cómplices municipales encantados de salir en la foto, encandilados como bobos catetos ante los desafueros avalados por la autoridad arrogante, autista, de cualquier firma de prestigio. 

Porque una cosa es cambiar el modelo de ciudad, adecuándolo a los nuevos tiempos, y otra triturar cuanto huela a tradicional, ajustando los espacios urbanos a la dictadura de lo lineal y lo vacío. El vecino, el transeúnte no apresurado, quien se demora en el paso y la vida, son lo de menos. No cuentan. Y en los sitios más afortunados, cuando hay donde sentarse, el paisaje no invita en absoluto: ni una sombra, ni un árbol, ni una planta. Hormigón por todas partes, bloques de granito sin respaldo en lugar de bancos, de manera que a los cinco minutos debes levantarte con los riñones hechos cisco. En otros lugares, ni siquiera eso. Si eres joven puedes sentarte en el suelo. Si no, a lo legionario: marcha o muere. Y las explicaciones son de un cinismo delicioso: el mobiliario urbano obstaculiza el paso, facilita el botellón y permite que se instalen vagabundos y mendigos. Eso lo dice, sin ruborizarse, el Ayuntamiento de una ciudad que es un inmenso botellón permanente, y donde vagabundos y mendigos venidos de toda Europa, nueva corte hispana de los milagros, acampan por centenares donde les sale del cimbel, lo mismo en mitad de una acera transitadísima que atestando los soportales de la Plaza Mayor o los pasajes subterráneos. Una anécdota final. Cuando la remodelación, hace un par de años, de la explanada situada entre el museo del Prado y el claustro de los Jerónimos, la Real Academia Española, situada en la esquina con la calle Felipe IV, recibió una petición de los arquitectos responsables y del Ayuntamiento para que árboles y arbustos que adornan el jardín decimonónico de la Docta Casa fuesen talados o reducidos de tamaño. Porque, cito de memoria, «rompían la armonía y las líneas limpias de la nueva ordenación urbanística». O algo así. Tan osada e imbécil petición fue discutida en el pleno de los jueves -entre intensas muestras de hilaridad y choteo de los académicos, por cierto-, y la conclusión final, resumida en corto y claro, fue que se mandara a los solicitantes a hacer puñetas. «Si de armonía se trata, que planten árboles ellos», dijo alguien. Y allí sigue, orgullosamente intacto. Nuestro pequeño jardín. 

6 de junio de 2010