domingo, 28 de enero de 2018

La profesora de Osaka

Pues eso. Resulta que mi amigo Manolo leyó ayer que los príncipes de Disney, los guaperas que besaron a Blancanieves y a la Bella Durmiente para despertarlas del sueño mágico, eran unos agresores sexuales de tomo y lomo. Leyó eso, como digo, conclusión extraída por una profesora de no sé qué universidad –la de Osaka, me parece– y comprendió, el infeliz, que engañado había vivido hasta hoy, Sancho. Porque el principito que besa a una principita encantada no lo hace, como él creía, para liberarla del maleficio, sino porque es hombre y como tal no puede tener buenas intenciones; y porque, por mucho que se tire el pegote de salvarla, en el fondo lo que quiere es pillar cacho. Y además, el fin no justifica los medios.

Porque a ver, razonemos. Como la moza está dormida, no hay manera de que dé su consentimiento. Y eso sitúa ante un imposible metafísico: sin consentimiento previo, nadie puede besar. Así que es preferible que el príncipe vaya a mamarla a Parla, y nadie bese a la moza, y ésta siga dormida hasta dar un consentimiento que sólo puede dar despierta. Pues que ronque y se fastidie, oyes. Haberte comido un plátano en vez de una manzana, guapi. Porque, bien mirado, ser felices y yantar perdices, por bonito que suene, no puede lograrse a costa de una agresión sexual. Ese beso robado y todo el cuento en general, dice la profesora, son una incitación directa a la violencia sexual, hasta el punto de que relatos como ese, o sea, casi todos, son perniciosos para los niños y deberían prohibirse en la escuela, en el cine y en todas partes. O sea, quemarlos.

Y así, con ese mal rollo en la cabeza, se acostó Manolo anoche y se despierta de madrugada junto a ese pedazo de señora con la que tiene la suerte de compartir lecho estos días, o estos años, o toda la vida, según de qué Manolo se trate. Y como hay algo de luz que entra por la ventana, se la queda mirando mientras la oye respirar y piensa que nunca está tan guapa como a estas horas, dormida, tibia, con esa carne estupenda relajada y cálida, el pelo revuelto en la almohada, la boca entreabierta. Para comérsela, o sea. Sin pelar. Y, bueno, como Manolo es fulano de normal constitución y gustos clásicos, siente el estímulo lógico en tales casos, y la carne, por decirlo de un modo perifrástico, reclama lo natural –todavía no han logrado convencerlo, aunque todo llegará, de que tampoco eso es natural–. Así que se dispone a besarla. Pero de pronto se acuerda de Blancanieves, la Bella Durmiente y la profesora de Osaka y piensa: la cagaste, Burlancaster.

El caso es que Manolo inspira hondo, se levanta de la cama y se debate con su conciencia en pijama y descalzo por el dormitorio –a riesgo de agarrar una neumonía–. Mira, duda, vuelve a mirar esa estupenda forma de mujer bajo la colcha, y vuelve a dar otra vuelta blasfemando en arameo. No puedo ser tan miserable, se reprocha. No puedo arrimar candela por las buenas. Tengo que despertarla antes, para que no sea agresión sexual no consentida. Hola, mi amor, buenos días. ¿Te apetece que te haga un homenaje, y viceversa? ¿No te sentirás violentada en tu libertad? ¿Y en tu igualdad? ¿Y en tu fraternidad? La verdad es que no lo ve claro. Ni de coña. La profesora de Osaka lo ha hecho polvo. La bella durmiente sigue dormida, y a lo mejor hasta despertarla sin beso, tocándole un hombro, también es agresión sexual. Atenta contra su libertad de dormir cuanto le salga del chichi. Manolo se ve, o sea, como los babosos príncipes de los cuentos. Fuma un pitillo para tranquilizarse, vuelve a pasear por la habitación –la neumonía está a punto de caramelo–, se para de nuevo a mirarla.

La verdad es que está guapa que se rompe, piensa. Se acerca con cautela y la destapa un poco. El camisón de seda se ha movido y se le ve una teta –o como se diga ahora– preciosa, espléndida, gloriosa. La carne pecadora acucia a Manolo de nuevo. Pero se acuerda otra vez de la de Osaka, así que, en un acto de voluntad admirable, va al cuarto de baño y se da una ducha fría, por no hacerse otra cosa. Sale tiritando, se pone otra vez el pijama y se mete en la cama, orgulloso de sí mismo. Pero como está aterido y ella sigue tibia que te mueres, se pega a su cuerpo cálido. Entonces ella se vuelve hacia él, dormida aún, y a tientas, en sueños todavía, le pone una mano en plena bisectriz y murmura «cariño». Y, bueno. Manolo ignora si está soñando con él o con George Clooney, pero le da igual. Porque ese es el momento exacto en que a la profesora de Osaka le dan mucho por el sake.

28 de enero de 2018

domingo, 21 de enero de 2018

Un problema técnico

Pues aquí estoy como cada día, ganándome el jornal. Dándole a la tecla desde las ocho y media de la mañana, más o menos, tenga o no tenga gana. Al fin y al cabo esto no es un arte sino un oficio: el de contar historias lo mejor que uno puede. Luego, hacia las dos y media, haré una pausa para comer y por la tarde corregiré lo escrito esta mañana, o leeré un rato, seguramente algo relacionado con lo que escribo. Tengo a mi personaje en situación incómoda y rumbo a una cita complicada. Me acosté anoche pensando en la escena a desarrollar hoy, como suelo hacer, y cuando me dormí creía tenerlo claro. Pero ahora compruebo que no, y las quince líneas que llevo escritas me parecen simple relleno. No veo al personaje, ni él a mí. Y además, como a él, me duele la cabeza. 

Tengo una ventaja. Llevo treinta años escribiendo novelas, y me he visto muchas veces en esta situación. Sé que es cuestión de darle oportunidad a mi estúpido cerebro para que encuentre la solución adecuada. Debo sacar al personaje del hotel Madison de París y llevarlo a Les Halles sobre las doce de una noche de mayo de 1937. Era una ciudad diferente, claro. No había tanto coche, ni tanto turista. Hasta la luz era distinta. Todo lo era. Pero hoy no consigo describir lo que quiero sin caer en clichés. Ésta no es una novela que admita descripciones largas, y sin embargo necesito que el lector sienta lo que el personaje, vea la ciudad con sus ojos. Necesito darle información, pero sólo la imprescindible. Los diálogos que vienen después los tengo claros, funcionarán casi con toda seguridad. Pero me falta llegar ahí. No sé cómo diablos resolver la transición en un párrafo breve, creíble, eficaz. Resumiendo, no soy capaz de escribir cinco o diez buenas líneas. 

Me levanto –al lugar donde trabajo lo llamo la bodega– y subo a la cocina, procurando no distraerme con la luz hermosa que ilumina el jardín. Allí me tomo un Actrón y un café descafeinado y regreso a la zona de la biblioteca y la mesa de trabajo. Me siento ante el ordenador y lo intento de nuevo, sin resultado. Lo que me sale lo he escrito ya innumerables veces. Son lugares comunes, recursos fáciles. Si aliquando dormitat Homerus, calculen la de veces que dormito yo. Así que blasfemo en arameo, en voz alta y clara, y vuelvo a levantarme. El analgésico empieza a hacer efecto, y al fin se me ocurre lo que debería habérseme ocurrido hace rato. Preguntar a los maestros. A los que saben. Así que subo a la biblioteca y llamo a su puerta. Toc, toc, toc. Maestro Fulano, maestro Mengano. Soy Arturo y tengo un problema. Échenme una mano, por favor. 

Y ahí están ellos. Serenos y lúcidos como siempre. Ahí está el viejo Conrad, ese maestro leal que envejece conmigo y en el que cada vez que abro uno de sus libros encuentro todavía algo que no había visto antes. También están los compañeros de viaje de esta novela concreta, pues cada una suele tener los suyos. Unos son fijos y otros son ocasionales. Entre los primeros, toqueteo libros de Somerset Maugham, Hemingway, Dos Passos, Ambler. De los segundos, hago incursiones por párrafos subrayados a lápiz en Harold Acton, John Glassco, Maurice Sachs, Julio Camba, Paul Morand. A todos interrogo con la humildad profesional de quien sabe muy bien lo que debe a uno mismo y lo mucho, o casi todo, que debe a otros. Y ellos, siempre generosos, con el afecto de quien se dirige a un alumno que los honra y respeta, sonríen y dicen: ven aquí, chaval. Fíjate en esto. En aquello. Yo tuve ese problema y a mi vez fui a preguntárselo a Dostoievski, y a Galdós, y a Cervantes, y a Virgilio. Prueba a resolverlo de este modo, anda. O de este otro. 

Y al fin lo veo, o creo verlo. Regreso al teclado del ordenador, extiendo el mapa de Les Guides Bleus de París de 1937, y le aplico una lupa de buen aumento. Después miro un libro de fotos de Robert Doisneau para averiguar si el suelo en esa zona era entonces de adoquines o de asfalto. Y así descubro de pronto lo que mis dedos apresurados aciertan a escribir tras eliminar todo lo escrito antes: «La humedad del río, entre cuyos muelles flotaba una ligera bruma, hacía relucir el asfalto y difuminaba la luz amarilla de las farolas cuando cruzaron el Sena por el Pont Neuf». Eso es todo, pero es suficiente. Esas dos sencillas líneas acaban de resolver el problema que me tuvo casi dos horas bloqueado. Y entonces, seguro, feliz, tras dirigir una mirada cómplice a los amigos que me sonríen desde los estantes de la biblioteca, respiro aliviado y sigo adelante con la novela. 

21 de enero de 2018 

domingo, 14 de enero de 2018

Escipión era franquista

Pues me van ustedes a perdonar –o a lo mejor, no– pero estoy de acuerdo con esos ciudadanos de Sevilla que, hace unas semanas, propusieron que del escudo de la ciudad, donde aparece el rey Fernando III con una esfera del mundo en una mano y una espada en la otra, se eliminen la esfera, por insinuación de imperialismo, y la espada, por incitación a la violencia. No sé si a estas alturas la propuesta habrá prosperado o no; pero temo que la negra reacción, como suele, se haya llevado el gato al río, y la espada y la bola sigan en su sitio. Así que permitan mi opinión de hombre sincero de donde crece la palma: es una vergüenza que los símbolos franquistas –Franco dio su golpe en 1936, pero desde Escipión y Aníbal ya marcaba paquete– campen por la geografía municipal española sin que nadie les ponga coto. Y lo de los escudos de las ciudades, desde luego, clama al cielo y no me oyó. 

Vean si no el de Orense, Ourense para los de allí y para el Telediario. No es ya que tenga una corona monárquica, sino que el león sobre el puente blande una espada, el hijoputa. A saber con qué intenciones. Como blande otra el de Valencia, en una mano alada, con el agravante de que allí, además, los muy pillines meten un murciélago –lo mismo que la ciudad de Palma–, intentando astutamente que no nos percatemos de que el murciélago en realidad es la vibra, o dragón de la cimera del rey Jaime I, que expandió su reino a costa del pacífico, tolerante y vecino Islam. Pero, en fin. Si vamos a buscar militarismo infame, dejando aparte el brazo forrado de armadura que también la ciudad de Zamora exhibe sin pudor alguno, el colmo de los colmos está en el escudo de Huesca, abiertamente fascista: un jinete con casco y lanza, que tiene huevos la cosa, con la leyenda Urbs Victrix, ciudad vencedora. Frase ante la que resulta inevitable preguntarse, con el adecuado retintín, ¿vencedora de quién? 

Pero todo eso es sólo el aperitivo, oigan. El prólogo o proemio. Porque si nos vamos a Teruel, el escudo es de juzgado de guardia. Allí, aparte de un toro que sin rubor proclama a la ciudad eminentemente taurina, y unas barras robadas por la cara a la monarquía catalana, que no sé qué pintan ahí y ya es tener poca vergüenza, hay dos cañones cruzados, así como suena, con una granada, balas y demás parafernalia. Y no me vengan con que si las guerras carlistas o las guerras médicas. Alude a guerras, al fin y al cabo. Y toda guerra es mala, Pascuala, y mueren seres inocentes, sin que por mucho que uno se estruje la mollera encuentre nada de lo que enorgullecerse en ellas. 

Tampoco falta delito en los escudos de León y Badajoz; el último, además, con el recochineo imperialista y genocida de una columna con la leyenda Plus ultra. Pero lo gordo es que en ambos casos se trata de león, y no leona: un claro pasarse por el ciruelo las leyes de igualdad vigentes. Y lo mismo, puestos a ello, podríamos decir del escudo de Burgos, donde sale el careto barbudo de un rey y no el de una reina; cuando todo cristo sabe que una reina monta tanto, e incluso más. De todas formas, volviendo a los leones, especie protegida, no se pierdan el escudo de la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, donde figuran, sin complejos y con dos cojones, tres cabezas cortadas de ese animal, puestas allí como si tal cosa. Y puestos a averiguar todavía es peor, porque esas cabezas simbolizan una mano de hostias que la monarquía fascista española le dio en el pasado a Nelson y a otros demócratas almirantes británicos. Como si la guerra, la vorágine militarista y la anglofobia fueran para estar orgullosos. Ni a Franco se le hubiera ocurrido algo así. 

Podríamos seguir enumerando hasta la náusea: por qué en el escudo de Madrid, por ejemplo, figuran un oso y un madroño y no una osa y una madroña; por qué la ciudad de Lugo exhibe sin rebozo un cáliz y una sagrada forma, con dos ángeles para más choteo, en clara ofensa hacia otras religiones; lo mismo, por cierto, que el escudo de Santiago de Compostela, que además tiene de fondo –otra descarada provocación facha– la cruz de una orden militar, sospechosamente parecida a la del ejército español. O ya que estamos de cruces, explíquenme por qué en el escudo de Oviedo figura la de la mal llamada Reconquista, que no fue sino el comienzo de ocho siglos de agresión bélica contra la convivencia y el buen rollito morunos. Y ya, para completa descojonación de Espronceda, échenle un ojo al de Toledo, con la famosa gallina bicéfala franquista; o al de Segovia, con un acueducto romano, nada menos, monumento imperialista donde los haya, que una oportuna ley de memoria prehistórica debería haber demolido hace varios siglos. Creo. 

14 de enero de 2018 

domingo, 7 de enero de 2018

Su primera biblioteca

Ocurre con cierta frecuencia, y supongo que a otros escritores también les pasa. De vez en cuando se acerca un lector con un libro tuyo en las manos y solicita que lo dediques a Fulanito, o Menganita. Por rutina, buscando la frase adecuada, preguntas quién es, o qué edad tiene. Y la respuesta es «Mi hija, seis meses»; o «Es para él», señalando a un niño pequeño que te mira con curiosidad; o, si quien pide la dedicatoria es una joven embarazada, que ésta señale su tripa con una serena y dulce sonrisa. Me ha ocurrido varias veces durante las firmas de mi última novela, cuando traían libros como El pequeño hoplita, que es para niños, o El Quijote juvenil adaptado para la RAE. Pero también con novelas para adultos. «Le estoy haciendo su biblioteca», he oído decir varias veces. Y en casi todos los casos puse la misma dedicatoria: «Deseándole una hermosa vida llena de hermosos libros». 

A menudo algunos de esos padres piden consejos sobre cómo hacer que sus hijos acaben siendo lectores. Y yo suelo responder que no sé nada de pedagogía, aunque sí de lectura, pues empecé a hacerlo de muy pequeño, al tener la suerte de crecer en una casa con biblioteca grande. Y precisamente por eso, cuando tuve una hija procuré reconstruir para ella, en la medida de mis posibilidades, ese fértil escenario de infancia. Desde que nació y tuvo su habitación, su madre y yo se la fuimos llenando de libros, con la intención de que ese decorado, esa compañía, fuese para ella absolutamente natural: el libro, considerado no como un objeto venerable o como una obligación, sino como parte natural de su mundo. Como complemento cotidiano y rutinario. Objeto familiar. 

Al principio fueron cuentos. Relatos elementales para niños que le leíamos mientras miraba las ilustraciones, hasta que fue capaz de hacerlo sola. Después fuimos añadiendo en los estantes de su cuarto tebeos e historietas adecuadas a su edad. Así, poco a poco y de forma natural, fue dando el paso a asuntos más serios, de viajes y aventuras. Yo conservaba buena parte de mis libros de infancia, y se los fui poniendo allí procurando no abrumarla, ni forzarla. Se le dejaban cerca, a mano, y era su curiosidad lo que la empujaba a abrir uno u otro. Algunos de esos viejos libros tuvieron éxito, y otros no. La colección de Guillermo de Richmal Crompton, fetiche para los lectores de mi generación, fracasó en sus manos. Pero otros acabarían marcando su vida: Sherlock Holmes, Tintín, Astérix, Los tres mosqueteros –su primer perro se llamó como el hijo de Milady–, Arsenio Lupin, El fantasma de la Ópera… Todo eso se completaba con cine, claro. Vio mucho porque sus padres veían una película cada noche: clásico de aventuras, del Oeste, histórico, policial. Y siempre que había un libro detrás, procurábamos encaminarla hacia él. Suscitar su curiosidad. Ponerle el cebo del cine, a ver si picaba. 

Un detalle importante es que el libro se le planteó siempre como natural. No como objeto singular que se regalara en ocasiones especiales, sino como algo que se compraba con idéntica naturalidad que la comida o el periódico. La llevábamos a las ferias o a libreros de viejo para que con una pequeña cantidad, eligiendo ella misma, comprase ediciones baratas. Cada vez que salíamos de viaje, varios libros formaban parte de nuestro equipaje básico con tanta normalidad como el pasaporte, el billete de tren o un bocadillo. Y lo que era más decisivo: leía porque veía a sus padres hacerlo. Porque éstos siempre procuraban disponer el día, el viaje, las vacaciones, con momentos adecuados para eso. 

Sobre todo, nunca intentamos aislarla del mundo de su tiempo, de las costumbres de los demás niños. Jamás pretendimos convertir a nuestra hija en una extraterrestre sabihonda y erudita. Los libros fueron para ella un complemento feliz, no una forzada alternativa; y siempre se le permitió combinar sin problemas a Mario Bros o Guybrush Threepwood con Rudolf Rasendyll, el pequeño Nicolás o el capitán Achab. Por supuesto, nunca tuvo tele en su habitación, como tampoco sus padres; y el ordenador personal le llegó sólo cuando fue realmente necesario. Castigada a su cuarto cuando llegaba el momento, te asomabas con cautela y la veías leyendo. Por puro aburrimiento, tal vez. Pero leyendo. 

Y, bueno. Creo que eso es cuanto puedo decir. De ese modo lo hicimos con mi hija, ya que a menudo me lo preguntan. Así que les deseo suerte en eso, a quienes lo procuran y lo merecen. Les deseo hijos con hermosas vidas llenas de hermosos libros. 

7 de enero de 2018