domingo, 25 de febrero de 2018

El pintor de volcanes

Hay que ver lo que son las lecturas y la vida. Quizá parezca raro que un volcán haga pensar en conquistadores españoles, la sala desierta de un museo, un buen desayuno, Pancho Villa y Zapata, la guerra, un pintor extraordinario y una de las mujeres más hermosas que has visto en fotografía. Y, sin embargo, eso ocurre en sólo unos instantes, a unos cinco mil metros de altura, o quizá son menos, cuando el avión de Iberia en el que viajo se encuentra a una hora de la ciudad de México. Son las seis de la tarde, hora local. Estoy leyendo –con mucho disfrute, pues no había vuelto a él en cuarenta años– el extraordinario Claros varones de Castilla, de Fernando del Pulgar. De pronto levanto la vista, miro por la ventanilla, y en la distancia, sobre el fondo de un cielo entre ámbar y rojo por el cercano crepúsculo, veo una alta, recta y gruesa columna de humo que asciende sobre el Popocatépetl.

Sonrío. Ésa es mi primera reacción. Sonrío de placer y de felicidad; no tanto por la belleza del espectáculo, que también, sino por cuanto esa escena me recuerda. Dejo el libro, apoyo la cabeza en el respaldo, y mirando el volcán lejano evoco libros leídos, lugares visitados, descubrimientos fascinantes. Pienso, lo primero, en Diego de Ordás, el soldado español que en 1519 subió al volcán en busca de azufre para su pólvora. Y también en Sanborn’s, el elegante local de azulejos de la capital mexicana, donde, el día que las tropas revolucionarias entraron en la ciudad, unos rudos zapatistas se hicieron una fotografía desayunando. Esa foto mítica me llevó hasta allí un día del año 96 o 97; y al terminar mi desayuno, como el Museo Nacional estaba cerca, decidí echarle un vistazo. Era temprano, y caminé por las salas desiertas hasta que un cuadro me quitó el aliento, dejándome petrificado como si una bomba hubiera estallado ante mi cara. Se titulaba Erupción del Paricutín: un lienzo espectacular, hecho de negros, rojos y grises, con violentos trazos que recordaban el fuego, la ceniza, las leyes implacables de la naturaleza que desgarran la tierra y sepultan a los hombres. Y así descubrí al Doctor Atl.

Se llamaba Gerardo Murillo, supe en cuanto pude informarme. Doctor Atl era su nombre artístico. Vulcanólogo, intelectual, aventurero, pintor extraordinario, no sólo pintó volcanes, sino también paisajes y retratos. Y a medida que me adentraba en el personaje, ávido de su obra y su vida, encontré un retrato de mujer cuyos ojos verdes me estremecieron. Eso me hizo buscar un libro con esa biografía, donde encontré fotos de una extrema sensualidad; de una belleza extraordinaria. Conocí así el rostro y la vida de Nahui Olin, que fue amante del Doctor Atl, influyó en sus sentimientos e inspiró parte de su obra hasta que ella lo abandonó, huyendo con un marino mercante llamado Eugenio Agacino. Del que, por una de esas carambolas de la vida, yo tenía en la biblioteca un viejo tratado de náutica escrito por él. Y es que, tarde o temprano, si una vida tiene tiempo, todos sus cabos sueltos se anudan.

El caso es que los ojos inquietantes de Nahui Olin y los volcanes del Doctor Atl me obsesionaron durante años. Vísceras de mineral, fuego y piedra, paisajes atormentados, respuestas a preguntas que me había hecho en otros lugares de catástrofe con los que, descubrí admirado, tenían parentesco directo. Y, como ocurre a quienes escribimos novelas, todo eso se combinó en mi cabeza con libros leídos, recuerdos propios e imaginación, cuajando despacio en El pintor de batallas, que acabaría escribiendo años más tarde. Un relato –la historia del fotógrafo de guerra que intenta plasmar en un cuadro la foto que nunca logró hacer– en el que ni Atl ni Olin están demasiado explícitos, pero en el que a menudo se proyectan sus sombras: «Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador».

Así, pensando en eso a bordo del avión que desciende en el crepúsculo hacia la ciudad de México, observo la columna de humo en la distancia –ahora el comandante llama a los pasajeros la atención sobre ella, y docenas de teléfonos móviles apuntan a las ventanillas– hasta que la pierdo de vista. Pero ese Pococatépetl en erupción no es sólo una imagen hermosa, concluyo. Es algo más y algo propio. Incluye mi existencia y las de quienes me rodean, aunque a menudo lo ignoremos. Y regreso a Claros varones de Castilla con la certeza, una vez más, de que nada tiene sentido sin las vidas y los libros que lo explican.

25 de febrero de 2018

domingo, 18 de febrero de 2018

Infiltrados e infiltradas

Se me acaba de caer otro mito, oigan. Uno más. El asunto, esta vez, es que en mi acrisolada ingenuidad tenía la convicción de que infiltrar policías en bandas de atracadores, traficantes, terroristas y gente así, era un asunto que se llevaba en el más absoluto secreto. Estrictamente confidencial, vamos. Lo pensaba no por haberlo visto en el cine, que también, sino por experiencia propia. En mis tiempos de reportero tuve ocasión de conocer a varios de esos serpicos. Recuerdo a uno que estuvo dentro de una peligrosa banda de atracadores, jugándose el pescuezo, hasta que los trincaron a todos en un atraco en el que él conducía el coche. Y de otro que, en un final muy a la española, estuvo dentro de un comando de ETA hasta que lo llamó su jefe a las cuatro de la mañana para decirle: «Pírate de ahí ciscando leches, porque mañana sale tu nombre y tu foto en un reportaje de Interviú».

Creía, como digo, que eso de infiltrar maderos o picoletos entre los malos era una cosa delicada, que por razones obvias se llevaba a cabo con discreción extrema. Siempre supuse que un comisario, tras observar el comportamiento y condiciones humanas de uno de sus elementos o elementas –también conocí a una infiltrada que trabajó en Melilla y tenía más ovarios que el caballo de Espartero–, le echaba el ojo y lo preparaba para el asunto, o éste se presentaba voluntario porque le iba la adrenalina, la marcha o la pasta a cobrar. En cualquier caso, que todo se llevaba a cabo con la clandestina opacidad necesaria. Sin embargo, me equivocaba. Errado andaba. Porque esto es España, oigan. La del telediario. El paraíso de los ministros de Interior bocazas y de los tontos del ciruelo.

¿Adivinan ustedes cómo se recluta en España a policías para infiltrarlos entre delincuentes y terroristas? Pues sí, lo han adivinado: mediante convocatorias públicas que además salen en los periódicos. «Interior selecciona a 40 policías para infiltrarlos en grupos criminales», titulaba sin complejos un diario hace un par de semanas. A continuación exponía los criterios de selección –idiomas, pruebas psicotécnicas y psicológicas– y luego, eso es lo más bonito, detallaba en qué iba a consistir la tarea de quienes superasen tales pruebas: identidades falsas, negocios y empresas pantalla, vehículos con matrículas chungas y cosas así. Y para rematar, señalaba objetivos concretos: tráfico de órganos, trata de seres humanos, secuestro, prostitución, narcotráfico, pederastia en Internet, terrorismo y otros palos. Todo un programa de infiltración, como ven. Bien desmenuzado, a fin de que no haya dudas. Un alarde admirable de transparencia informativa, para que luego no vayan diciendo que en España no lo sometemos todo a la luz y el escrutinio públicos. Aunque si uno rasca, siempre encuentra algún resabio fascista por ahí; como cuando, para completar tan necesaria información, uno de los diarios que publicaron la noticia preguntó a la Policía cuántos agentes encubiertos hay en activo –los ciudadanos y ciudadanas españoles y españolas tienen derecho y derecha a saber–, pero el portavoz policial, en un censurable acto de oscurantismo predemocrático franquista, se negó a dar esa información. Por lo menos, ahora sabemos que habrá cuarenta más de los que hay. Algo es algo.

Dicho lo cual, no sé a qué esperan los políticos. A qué aguardan los cancerberos de nuestra integridad moral para entablar un debate parlamentario sobre el asunto. Para preguntar cómo y por qué, en flagrantes usos policiales del pasado, se infiltra pasma encubierta en grupos malevos; para pedir una lista de sus nombres y apellidos y comprobar si cumple el concepto de igualdad, con tantos infiltrados como infiltradas; para establecer hasta qué punto eso no atenta contra los derechos de los que, aunque nos pese, también deben gozar los delincuentes, a los que –buscando siempre su reinserción y nunca la venganza social, que es mala, Pascuala– debemos combatir cara a cara y a la luz del día, con limpias prácticas democráticas y no con tenebrosos subterfugios y engaños propios de otras épocas. No sé a qué esperan, insisto, para tener allí largando al ministro Zoido, que con ese verbo ágil que tanto bien hace siempre a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los que dirige y representa, nos tranquilice al respecto, el artista. Porque infiltrados, sí, vale. De acuerdo. Pero con convocatoria oficial, luz y taquígrafos, y dentro de un orden.

Creo haberlo escrito ya alguna vez; pero, con su permiso, vuelvo a escribirlo ahora: en España llevamos mucho tiempo siendo gilipollas por encima de nuestras posibilidades.

18 de febrero de 2018

domingo, 11 de febrero de 2018

El estafador anacrónico

Aeropuerto de Barajas, media mañana. Me dirijo al control de pasajeros caminando ante los mostradores de Iberia, cuando un individuo me sale al paso. Tiene al lado una maletita con ruedas y viste correcto. Únicos puntos en contra, ojeras excesivas y manos de uñas descuidadas. Por lo demás, bien. Me aborda en un inglés elemental y después pregunta si hablo italiano. Me defiendo, respondo, y en esa lengua me cuenta que tiene a su mujer –que está embarazada– en el chequeo de equipajes, que tienen exceso de peso, y que casualmente su tarjeta de crédito no funciona. Que tiene que abordar su vuelo y que si puedo ayudarlos.

No le doy un beso porque estoy mayor para esas cosas, y además podría ser malinterpretado. De pronto, su torpe intento me suscita recuerdos estupendos, de películas, compadres y peripecias del pasado. No se han extinguido, me digo con malévolo agrado. A pesar de que todo cambia, ellos siguen ahí, de toda la vida, adaptándose a los nuevos tiempos y situaciones. Como aquellos formidables Tony Leblanc y Antonio Ozores en Los tramposos, obra maestra de la picaresca nacional; o Pepe Isbert en Los ladrones somos gente honrada; o Arturo Fernández y Paco Rabal en Truhanes; o el inmortal estafador encarnado por Vittorio de Sica –esa escena en la que se hace amo de la comisaría– en Peccato che sia una canaglia, con Sophia Loren y Mastroianni, que aquí se tituló La ladrona, su padre y el taxista: película que si no han visto ustedes todavía, no sé a qué diablos están esperando.

Pero en mi caso, además, llueve sobre mojado. Porque no se trata sólo de cine. Este fulano del aeropuerto, de estilo más bien cutre, me trae a la memoria a varios viejos, queridos y ya fallecidos amigos, como los que en aquellos años fascinantes de La ley de la calle se asomaban al programa legendario –periodistas, putas, yonquis, choros, policías– que hicimos en RNE hasta que un mal sujeto llamado Diego Carcedo se lo cargó por turbias razones personales. Como mi querido Ángel Ejarque, el rey del trile y el morro urbano –sus reglas eran nunca gente mayor, nunca viudas–, artista del rollo callejero que mejor encarnó a la selecta aristocracia del barrio, que dejó de fumar el año pasado y de quien ya he escrito en esta página. O del fino y mítico Pepe Muelas, el hombre que vendió el tranvía 1001 e inventó los timos geniales del telémetro, el abrigo de visón y el Stradivarius, y a quien la última vez que detuvieron estaba numerando con tiza las piezas de la Cibeles, a las cuatro de la madrugada, para vendérsela a un millonetis gringo.

Me acuerdo de todo eso, como digo, y no puedo evitar una oleada de súbita ternura ante el italiano chapucero que, creyéndome un pringado sin conocimientos del arte de tangar incautos, sigue soltándome su rollo con cara de estar asfixiado. Y al fin, en homenaje no a él, que es más bien torpe, sino a los viejos colegas con los que ya no puedo tomarme una caña en un bar de Atocha, le digo que sí, que vale, que lo ayudo. Que me lleve hasta su mujer, y a ella le daré el dinero que necesita para facturar ese equipaje. Y entonces el fulano, en vez de sonreír estoico y decir, vale, me has pillado, o salir por peteneras, o echarle morro y llevarme por la cara hacia donde está su mujer –que a lo mejor está allí de verdad, tangando a incautas– tiene un mal detalle, algo que le pillo en la jeta, en la forma de torcer la boca y de mirarme con una súbita y atravesada mala baba. Y de pronto se me esfuma la simpatía, le digo «Mi dispiace» y sigo mi camino.

Nada que ver, me digo alejándome de él. Un torpe aficionado de medio pelo, anclado en maneras viejas, sin cintura, sin temple, sin capacidad de reacción ante una clientela que ya no es la crédula inocente de otros tiempos. Qué diferencia, pienso, con aquel chico joven con chaqueta, corbata y maletín de ejecutivo –los zapatos sucios y malos eran su único fallo– que me abordó hace unos meses en la calle Capitán Haya de Madrid, diciéndome que le habían robado la billetera y el móvil y que si podía prestarle dos o tres euros para el autobús. Con una cara de buena persona que casi te convencía, con una educación extrema, me asestó un rollo macabeo impecable, tan bien hilado que al acabar saqué un billete de cinco mortadelos y le dije: «Toma, por lo bien que te lo has currado. Pero la próxima vez, ponte unos zapatos buenos». Y el fulano, con mucho aplomo y mucha casta, se miró los calcos, se echó a reír y se guardó con mucha sangre fría los cinco euros. Mirándome a la cara como un señor.

11 de febrero de 2018

domingo, 4 de febrero de 2018

La radio, Alsina y yo

Les doy mi palabra de honor de que cuanto hoy les cuento es cierto. Acabo de despertarme y estoy oyendo la radio: todavía un minuto entre las sábanas antes de ponerme en pie. Esta mañana le toca a Alsina y me acompaña de fondo su informativo de las ocho. Soy oyente de rutina, de los que ponen un rato la radio antes de irse a trabajar. Me lavo los dientes, me ducho, me visto. Estoy listo para desayunar y ganarme el jornal, así que apago la radio justo cuando empieza la tertulia. O, para ser más exacto, le doy al conmutador para apagarla. Pero ésta, para mi sorpresa, sigue sonando.

Mecachis en los mengues, pienso. Se ha bloqueado la tecla. Cojo el aparato, lo sacudo y vuelvo a pulsar la tecla. Nada. El chisme sigue a lo suyo, con un volumen demasiado alto. Pulso, repulso y vuelvo a pulsar. Lo dicho. Alsina y sus tertulianos no dejan de largar. Además están hablando de Puigdemont, y eso no contribuye a serenarme el ánimo. Pulso unas diez veces más, las últimas casi aporreando el aparato. Y nada, oigan. Nada de nada. O más bien lo contrario: todo. Porque la radio no se calla, ni baja el volumen. Antonio Lucas discute con Rubén Amón y de vez en cuando interviene Raúl del Pozo. Le doy un golpe al chisme contra la mesa con gana de que se parta en dos; y aunque parezca mentira, la radio sigue largando como si tal cosa. El puñetero artilugio del diablo.

Empiezo a cabrearme de verdad. Pónganse ustedes en mi lugar. La radio suena a toda leche, aún más fuerte que antes. La maldigo a gritos, soltando atrocidades tabernarias. Sherlock y Rumba, mis perros, me miran de lejos sin osar acercarse. Ahora Alsina entrevista a un político del Pepé que insiste en la acrisolada honradez de su partido; y luego, ignoro por qué motivo, interviene, o lo mencionan, o no sé bien lo que pinta ahí, un payaso demagogo y analfabeto que dice ser líder de una asamblea nacional separatista andaluza. Que ya hace falta ser cretino. Así que entre el del Pepé, el payaso analfabeto y el volumen de la radio se me sube la pólvora al campanario y blasfemo en arameo: San Apapucio, el Copón de Bullas y la virginidad –cuestionable, en mi opinión– de las 11.000 vírgenes. Luego le pego un puñetazo a la radio que casi me disloca la muñeca.

Y ahora, ojo al dato. Lo juro por mis muertos más frescos: la radio continúa encendida. Alsina larga sin inmutarse. Entonces agarro el aparato, y golpeándolo contra el borde de la mesa, lo parto en dos. Literalmente. Lo abro y le miro las tripas. Y de esas cochinas tripas, créanme, sigue saliendo la voz del maldito Alsina. Me quedo estupefacto y pierdo del todo los papeles. Tiro al suelo los dos pedazos de la radio, pateándolos sin piedad hasta convertirlos en bicarbonato. Chas, chas, chas. Saltándoles encima, como en los dibujos animados. Y cuando acabo, sudoroso y con cara de psicópata –me he visto en el espejo–, ¡la radio sigue sonando!

Abro la ventana y lo tiro todo. Hasta el último fragmento. Después cierro y me siento en la cama, descompuesto; porque mientras palpo mi ropa buscando dónde, el cabrón de Alsina sigue largando impávido, inasequible al desaliento. Como si yo tuviera la radio en el cuerpo, o se me hubiera enganchado algún chip, o transistor, o qué sé yo. Así que me desnudo con precipitación, tiro la ropa bien lejos y, apenas lo hago, Brasero me informa, a todo volumen, del tiempo que va a hacer hoy en España. Doy un alarido, me pongo la mano en el corazón, que late a ciento cincuenta por minuto, y advierto que la radio se oye mejor de ese lado de mi pecho que del otro. Estupefacto, doy una vuelta por la habitación, me doy con la frente contra la pared media docena de veces, toc, toc, toc, y me vuelvo a mirar al espejo. Se me ha puesto una cara de loco que da miedo.

Lo mismo, reflexiono desesperado, alguna onda electromagnética o algo así se me ha colado dentro, y mi cuerpo actúa como receptor. Yo qué sé. Entonces pienso que quizá se cortocircuite bajo el agua, así que me sitúo bajo la ducha. Pienso que puedo electrocutarme como un salmonete con papel albal en un microondas; pero a esas alturas, la verdad, me importa un huevo. Como decía mi padre cuando tarareaba La Internacional al afeitarse –lo hacía para chinchar a mi madre, que a esa hora iba a misa–, más vale morir de pie que vivir de rodillas.

Adiós, mundo cruel. Con mano firme, casi suicida, abro el grifo de la ducha y me cae encima una ducha helada. Zascachascachasca. Y en ese momento me despierto tiritando, abro los ojos, muevo hacia un lado la cabeza en la almohada y veo la radio en la mesita de noche, con Alsina largando, impasible. El maldito.

4 de febrero de 2018